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miércoles, 3 de junio de 2009

Breve execración Nietzscheana sobre el temor a la muerte

Este es un pequeño escrito que pidió la profesora de filosofía hace unas clases. la consigna era elaborar un párrafo (lo que en mi caso, y gracias a mi eterna tendencia a no poder cerrar nada de lo que escribo, se extendió) con el estilo tan particular de Nietzsche.

Todo suyo...



¿Cuán nocivo, oscilante, perturbador, oscurecedor de la realidad cotidiana, acallante del grito de guerra omnipresente en la autómata voluntad, ese que dice: “yo cruzo, total esta en amarillo”; y cartero de la locura, de las miradas nerviosas hacia el todo y la nada; puede ser el vano, caprichoso, estúpido y consensuado temor a la muerte?

¿Qué es la muerte?, nos preguntamos, y estamos obligados a detenernos en plena marcha, y proponer uno de estos tan deliciosos paréntesis, aquellos que juegan tan súbita y jovialmente con nuestro entendimiento, pudiéndose asemejar tanto a un Tom Sawyer laborioso en la verja, como a un grupo del Jihad, en el Piedra, papel o Tijera por quién cargará la bomba.

Nos preguntamos por algo concretamente; buscando la verdad, la rectitud, lo sólido, lo inamovible. Pero siempre, y como humo y espejos recibimos apenas una punta por sobre la superficie, de aquél enorme témpano, que es el objeto en cuestión. No es tanto mi disgusto esto, porque lo sobresaliente, tragicómico y mundanamente vano de todo este Gnosis equilibrista, es que nos aferramos con tanto fervor a dicho hielito, que terminamos por defenderlo como si fuera el último ejemplar vivo de una especie inevitablemente extinguida; cuando lo que por derecho deberíamos mostrarle es la cara de un perro a las aguas abandonado, pugnando por todas sus posibilidades intrínsecas.

Esta seca e insípida transfiguración de los significados se da, por ejemplo, en el bendito y español diccionario de la lengua. El mismo que nos conduce a la mortal confusión, especulación y mala concepción del lenguaje; porque, por ejemplo, buscando una palabra tan humilde como “estúpido”, nos encontramos con esa sentencia tan poco reveladora que nos dice: “quien profesa la estupidez”. ¡Virgen esclarecedora del grotesco conocimiento de los mortales, soga conductora hacia el tan afable deslumbramiento de la verdad, grieta iluminadora de la cueva de las mentiras y la ignorancia resultaste ser, mi buen diccionario! Sí, por supuesto. Ahora, frente a tal movimiento en el juego de ajedrez que mantengo con la Real Academia; me veo en la necesidad de seguir, en lo que me queda de curiosidad (y ya sin una reina que ataque), a buscar, casi con vergüenza; propia por mi ignorancia; y ajena a su vez por la falta de preocupación lingüística de mi contrincante; en el mismo conjunto de papeles arbitrariamente escalonados y entintados, la palabra “estupidez”. ¿Y que nos dirá; austero, firme y sereno, como si en él se basara el sentido de la vitalidad de las comunicaciones; el bendito (por algún malin génie, diría René) y aún así, recurrido diccionario?: “calidad de estúpido”.

¡JAQUE MATE…!

Este es uno de los tantos problemas de la mala concepción, o uso erróneo del lenguaje, entre, por supuesto, tantos otros; porque, cuando de perjudicar, tergiversar, disponer supuestos como axiomas totalitaria y arbitrariamente se trata, ninguna rama de la incansable e insensata estirpe humana, feliz en su posición, quiere quedar fuera. Y nos vemos en la cruzada de tener que usar el proclamado magnánimo sentido común para, si no interpretarlas y definirlas; modificarlas, armarlas y desarmarlas a nuestro profano capricho, como los dictadores del habla que somos. Aunque de todas formas, hay muchos otras empresas que contribuyen a este lüdus amärus del lenguaje, más perjudiciales y hasta sutiles (como la cultura de masas, por ejemplo), que me niego a desarrollar en este pequeño ensayo, porque constituirían un mal gasto de la tinta que, tal humildemente, en estas benévolas aunque contranatura líneas imprimo, ya que, simplemente, no vale la pena.

Dejado en claro el paréntesis, y volviendo a nuestra pregunta fundamental, tomaremos lo que nos dice aquél tirano: “cesación de las funciones orgánicas”. Pues bien, en un solo, específico y posiblemente caduco sentido de la palabra. Porque, en realidad, tantas definiciones son posibles, como seres Pseudo-intelectuales hubieren de analizarla. La muerte aquí citada se expresa solamente en el estático terreno de lo físico, lo orgánico, lo fisiológicamente humano. ¿pero acaso no se podría tomar en cuenta, la temida muerte espiritual, la muerte psicológica, o anulación del yo, tan por el contrario, apreciada en algunas culturas; o aquél ser superior y fantástico, huésped del maltrecho atrio de las fábulas humanamente pensadas, que es la dueña del último respiro, es decir, la parca?

Yo creo fielmente que sí, podríamos. Por lo tanto, teniendo en cuenta tal introito, el ejercicio del temor hacia la muerte queda flotando en el aire de mis concepciones, como una insignificante pompa de jabón, pronta a cumplir su destino de reventar en cualquier instante, o, ¡ay ironía de la palabra, que devora las más bizarras iteraciones literarias!, morir.

En los miles de kilómetros de redundante trayectoria y años que este cascote imantado al universo posee, el animal humanoide ha querido desgarrar los velos del destino, ese cruel y gustoso jugador del billar de la mentes susceptibles, del que ni siquiera somos las bolas; sino más bien la tiza que se desgrana a merced del taco maestro dirigido a cosas de seguro más trascendentales que nuestras insignificantes vidas; y aquella lúdica realidad es compartida por él con el veneno más silencioso que el hombre haya creado: el tiempo; así es, hemos querido por eones vencer a estos dos jugadores en su propio campo, conseguir la inmortalidad, escapar de las laboriosas garras de esta criatura, que ha adormilado, encantado, aterrado y hasta interpretado a algún súcubo en la obra magna de la historia universal.

El temor irracional a la muerte es producto en primera instancia no más que del inconsciente error de creer que la vida eterna sería magnífica, risueña, prácticamente igual al sueño de Walt Disney. ¡¿Por qué será que, aún teniendo la infinita capacidad de pensamiento, desenrollamos ese velo fantasmal en nuestros ojos, en el momento en que, como la fruta prohibida, nos tienta la mas pequeña cosa en cuestión de un segundo; dejándonos con el vacío de creer, en este caso, que esta alucinación hipnogógica será confortable, cuando es una divina obviedad que el envejecer de por vida sería la cosa más aterradora del mundo?!

Esto también ocurre gracias a la madre casta, emperatriz de los concilios apresurados, castigadores; y escuela superior de las existencias falsamente puritanas; que nos jura en nombres inventados la película del martirio subterrenal eterno, con todos sus concéntricos abismos pendientes de nuestro sufrimiento.

La educación que recibimos, en este sentido nos lleva a caminar por la plancha del navío sin rumbo del pensamiento, nos concentramos en llorar y disgustarnos por quien quizá haya sido un malhechor de cualidades natas, pero en el momento en que lo vemos arrojado al deforme hexágono de la no-vida, sonreímos amargamente y recordamos lo buena persona que había sido durante su estado de actividad, aunque dicha cualidad sea una extensión indiscriminada de la mitad de un segundo en que dijo “gracias” cuando le dieron la razón por algo.

Lloramos a causa de la muerte cuando se nos presenta sin previo aviso, pero tampoco nos damos cuenta de todas las formas que, como anteriormente expresé, puede tomar, solo para confundir, desencantar, regodearse en sus capacidades contractuales (¡que digo la muerte… la condición humana!), y esas formas dúctiles, cambiantes sintéticas y bien diferentes, me llevan a repetir la sentencia: “el temor a la muerte no muestra ni el más pequeño trozo de conciencia lógica, siendo, muy por el contrario, inherente a la estupidez”.

¿Podríamos acaso plantearnos de causalidad, que el carecer de vida interior formada, ese alter ego que nos endulza los momentos de soledad, es una forma de estar muerto? De ser así, la gran mayoría de los individuos pensantes tendría que estar gritando de terror, mientras se arranca, mechón a mechón, todo la cabellera.

Solo la certeza, hija no nata de la verdad y la razón, sabrá si no estoy desvariando, y por lo tanto, nos propongo tirar a la basura todo lo dicho a lo largo de este paradójicamente corto ensayo, para ir a los más simple, cognoscible, fácilmente pensable.

¿Tendremos razón en temerle a la muerte, cuando como seres humanos odiamos la vida?

¿Por qué elaborar el miedo al no estar más aquí, si ni siquiera sabemos si, aparte de la fosa, nicho, o mas dramática y artísticamente, lugar de la infancia, o laguna, o cualquier lugar donde se nos ocurra, tirar huesos molidos; vamos a ir a otro lugar y poder ver como se las arreglan sin nuestra incondicional ayuda, bondad, honestidad, y todas esas cualidades que, como seres narcisistas y arrogantes que somos, creemos dominar? ¿Nos gustaría ver eso si se pudiera?

¿Por qué no tomar a la muerte como lo que es, por naturaleza, un eslabón infaltable en toda cadena vital-temporal humana, un hecho inevitable; y con bizarría, decoro, valiente resignación, y hasta con humor?

Yo por lo pronto tengo bien claro qué va a ser de mi en un instante, porque es eso, lo que todos tenemos de vida, un instante, ni más, ni menos; sólo eso… y estoy perfectamente preparado para mi encuentro con el ángel de la muerte, aunque no sé como figurármelo. De lo único que tengo alguna imagen, es de mi humana persona, aguardando, tranquila, sonriente, realizada, con un gran cigarro en una mano, y mis principios en la otra.

Ella se acerca y me dice: “sabéis perfectamente porqué os he venido a buscar…”

Yo callo, me levanto si dejar de mirarla, aún sonriente, completamente seguro de toda la vida que he llevado. Le extiendo la mano en señal de saludo, de rendición, de completa entrega. Me ignora. Saca su instrumento de trabajo, y yo bajo la mirada, sin dejar de sonreír, expectante. Procede a efectuar el corte de mi hilo de la vida. Vuelvo a mirarla, ahora es ella quien extiende la mano, y la sostengo sin dudarlo; y partimos, en silencio, hacia aquél lugar, del que nada se conoce ni se conocerá, pero al cual seguramente, iremos todos.

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